Sentir miedo es algo que nos acompaña desde que somos niños. Antes de entenderlo lo experimentamos con sensaciones físicas, psicológicas y emocionales y según vamos creciendo empezamos a integrarlo desde un plano más racional. Nos enseñan a asignarle un nombre y a interpretar esas sensaciones como normales: esto nos ayudará a reconocerlo en cuanto aflore.
En el diccionario podemos encontrar una breve definición del miedo: “sentimiento de angustia ante la proximidad de algún daño real o imaginado”, así como también algunas de las reacciones que se desencadenan, como palpitaciones, sudoración, temblor o alteraciones en la respiración. Desde el punto de vista biológico, se entiende como una reacción adaptiva para la supervivencia y desde la visión neurológica se explica como el resultado de la activación de la amígdala en nuestro cerebro.
El objetivo principal del miedo es protegernos o defendernos para garantizar nuestra supervivencia. Con ello, desarrollamos sistemas de vigilancia internos, capacidad de análisis de la situación, prudencia en la toma de decisiones o estrategias de acción adecuadas, entre otras muchas capacidades.
Hoy por hoy, somos el resultado del legado que nuestros ancestros nos han dejado con respecto a la gestión de sus miedos. Por un lado, ya no nos exponemos a experiencias que ellos tuvieron que afrontar habitualmente, como ser perseguido por un animal cuando se va a cazar para poder comer, algo que se hizo necesario en algunos momentos de la historia de la humanidad; pero, por otro lado, han aparecido también nuevos miedos relacionados con nuestro sistema de vida actual, como podría ser el ciberbullying. No solo cambian las respuestas al miedo y la vivencia del mismo, sino que también cambian las cosas que se temen según el momento histórico al que se pertenezca.
Detrás del miedo se encuentra un gran tesoro para nuestra evolución como persona y como colectivo. Atravesar la frontera del miedo implica aprender del gran proceso que esto conlleva. Tanto en el antes, como durante y después de traspasar esa frontera, surgen grandes revelaciones acerca de uno mismo. Cuando algo que tememos se nos presenta, es un momento ideal para escanear nuestro interior a nivel físico, psicológico y emocional. Nos da la oportunidad de conocernos por dentro y de seguir adelante siendo conscientes de que estas sensaciones nos acompañarán y que, inclusive, pueden incrementarse y, a la misma vez, tener la certeza interior de que estas sensaciones disminuirán su intensidad hasta desaparecer. Es todo un aprendizaje. Sería como una montaña por la que se sube, pero por la que también se baja.
Sabiendo observar los estados internos sin identificarse con ellos, atravesar la frontera es posible. Al superar un miedo, se desarrollan nuevas conexiones neuronales en nuestro cerebro, ya que registran algo diferente: una experiencia que se graba en nuestra memoria, un aprendizaje que se incorpora a nuestra base de datos y al que podremos recurrir cuando sea necesario.
Más allá de los nuevos circuitos neuronales que se van incorporando, también avanzamos con respecto al desarrollo de nuevas actitudes internas como la observación física, y con ello, el aumento de la conciencia corporal; la paciencia, sabiendo estar ante las sensaciones o la confianza, permitiendo que se diluyan por si solas sin entrar en pánico. Este tipo de experiencias nos otorga la capacidad de ver nuestra fortaleza interna, el valor del logro obtenido y una empatía más profunda hacia los demás, cuando también lo consiguen.
Cada miedo superado, como previamente se ha dicho, no es solo un proceso individual: cada ser humano transmite, desde su propio crecimiento personal, nuevos aprendizajes que formarán parte del legado que acogerán nuestros descendientes.
Podríamos decir, para concluir, que el valor terapéutico de cada miedo superado por nosotros representa la semilla de una futura flor en los demás.