La vida cotidiana que desarrollamos depende en gran medida del “sistema” social, político, económico, religioso y cultural que nos envuelve. De esta manera, alguien que vive en las afueras de Perú, rodeado de naturaleza y donde el “sistema” está menos presente, no va a experimentar la misma vida cotidiana que una persona que viva en pleno centro de una ciudad como Nueva York. Los hábitos y los ritmos diarios son diferentes, así como las situaciones que se encuentran.
La persona que lleva una vida conectada a la naturaleza, que desarrolle una labor como la agricultura, por poner un ejemplo, tendrá una mayor visión de los ritmos que la propia naturaleza tiene y sabrá esperar por estos ritmos naturales, si no son alterados intencionadamente. Al fluir con los ritmos naturales se desarrollan con mas facilidad aspectos como la paciencia, la perseverancia, la aceptación, aprender a tolerar la frustración en esos tiempos de espera, desarrollar una logística natural organizando los cultivos según la temporada o dejar descansar el campo; esto es, sin duda, toda una dinámica más lenta y basada en la comprensión del funcionamiento de la tierra.
Para la persona de ciudad, aparentemente, todo es más inmediato y, a la vez, también más caótico. Todo está bajo una logística de productividad, que obedece a una ecuación matemática basada en estas dos premisas “la ley de máximo rendimiento por el mínimo tiempo empleado”.
Desde esta ideología, el sistema premia continuamente la rapidez. Si se coge una baja laboral por enfermedad, volver lo antes posible al trabajo es el objetivo, a veces, por encima de las recomendaciones médicas. Hay prisa para la gestión emocional y, en ocasiones, no hay espacio ni para ello: ante la pérdida de un ser querido se valora positivamente que una persona lleve la vida de siempre lo más pronto posible, se elogia si está fuerte o con el mismo sentido del humor que de costumbre. Al empleado que es capaz de desarrollar varias tareas simultáneamente se le refuerza y se le estima en detrimento de aquellos que no pueden gestionar tantas cosas a la vez. Esta cuestión se ha extendido en exceso, y ha provocado que la mayoría de puesto de trabajos se definan por un largo listado de funciones que, en ocasiones, se hacen de forma desordenada, simultánea y por etapas. Desde esta realidad, atender al ritmo de la naturaleza y el propio ritmo interno es complejo, porque nuestra atención está enfocada en acabar las tareas.
Más allá de los sistemas, todos somos personas sensibles a nuestro entorno y sus demandas: si comemos obedeciendo a la hora que marca un reloj, si forzamos el ir a dormir por contar con un tiempo concreto de sueño, si postergamos hacer nuestras necesidades fisiológicas básicas o si con un dolor físico seguimos como si nada nos estuviera ocurriendo, es evidente que estamos desconectados de nosotras mismas o nosotros mismos.
Ciertamente, el sistema puede facilitar o perjudicar. La conciencia individual acerca de cuál es el ritmo de vida que se desea llevar es (y será) un verdadero catalizador. Se puede elegir y diseñar nuevas formas de vida que lleven a otros ritmos más sanos. Generalmente, al experimentar infelicidad, la enfermedad o el “sin sentido” de la vida, es cuando esta conciencia se despierta. Así comprendemos que, al margen del lugar donde vivimos, siempre es posible crear el ritmo y el tipo de vida que necesitamos sin que para ello sea imprescindible un cambio de lugar, de ocupación o de personas.
Cuando realmente se desea, es cuestión de usar la creatividad, un buen análisis de las necesidades personales, desapegarnos de lo que resulta superfluo y disponer del coraje para dar los pasos.